El
terreno, lo más bajo, la tierra madre, donde todo fermenta, todo
pudre y todo germina, poco tiempo de descanso tuvo en la historia
entre guerra y guerra, poco tiempo para recuperarse de sus heridas
sangrantes. Las tierras madres, las patrias, aún están amasadas
con dolor y con sangre; las conciencias bajan la vista y las
esperanzas llevan los hombros caidos
Los europeos siempre se han acercado hacia esa parte de la tierra
donde el desmoronamiento es la antesala de la caida al vacío en el
acantilado inmisericorde de la historia y se han quedado en sus
inmediaciones jugando a la ruleta rusa, un pasito p'alante, un pasito
p'atrás. Europa siempre se ha creido un bebé mimado por una
concurrencia planetaria; por ello con los pinreles al borde del abismo
nunca ha sopesado razón alguna para inferir que la historia, en
cualquier momento, se desmoronaría bajo su pedestal, creyéndose en una
eterna infancia, ese estado de permanente osadía a las advertencias
de los adultos. Y así, es como la muerte de los hombres se ha
repetido una y otra vez, por obra y desgracia de una civilización
que siempre ha actuado bajo la inercia del mirar hacia el infinito y
más allá, siempre idealizando y filosofando, con una confianza que
no contagiaba temor alguno ante las amezanas de los primeros
terrones de tierra que se perdían y se fragmentaban en lo más bajo de las bajezas de la historia: la guerra...
amenazas que algunos como Henry James atisbaban.
El
terreno, la madre tierra o el padre parcela urbanizable, está
demasiado empapado de sangre y desgracias civiles, y por eso se está desparramando, pese al esfuerzo de la ingeniería legislativa comunitaria para luchar contra ese ángulo de desmoronamiento. Europa vive en
una oligofrenia, más temeraria que una infancia, que anuncia otro desenlace dramático... hasta el vino se avinagra en la boca, sólo de pensarlo.