El crédito se fundamenta sobre el
hecho de que él, adormeciendo las advertencias y alarmas de la
razón, en una especie de bonanza ensoñadoramente opioidea, excita
las capacidades instintivas de nuestra naturaleza para acoger con
brazos abiertos y hasta piernas abiertas, el sublime esplendor de la
apariencia, el oropel de la mercadotecnia y las pausas comerciales,
que es el mejor anzuelo y cebo para el consumidor de a pie.
Así fue
el crédito alimentando sueños de consumo y consumo y consumo... Nos
hicieron creer que con un crédito en la mano, la prosperidad
acudiría hacia nosotros atraida como por un imán. Que
emprenderíamos negocios tan brillantes, que por arte de
birlibirloque, atraerían, como moscas, a unos socios que aportarían más capital. Y con
todo ese dinero que no se tenía, ¿qué se podría hacer? Ir a las
rebajas de las tiendas caras, a comprar regalos, viajes, coches...
Nos hicieron creer en un milagro económico que respondía al gráfico
de una línea recta de pendiente ascendente definida por x puntos, y
que presuponía/profetizaba el curso siguiente de la gráfica como
el resultado de la prolongación de ese segmento, un subir por subir
sin parar.
Pero, aquellos que no creen, saben que los milagros,
prosperidades y vacas grodas, son fenómenos irregulares, titubeantes
y variables. Un viraje puede hacer que se desvanezcan los espejismos,
que exploten burbujas, y que no quede ni rastro de las profecías
avaladas por los más prestigiosos economistas a sueldo de los
estados bancarios. Precipitándose al oscuro abismo, desciende,
despedazándose golpe a golpe, tanto la empresa, como el crédito y
como esos seres menores y débiles para el sistema financiero, que
son los clientes, nunca seres, sino recursos humanos.
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